Tenía una cita de un artículo sobre una película de Chantal Akerman, “Jeanne Dielman” pensada para enlazar con un disco del que tenía ganas de hablar. La cita era la siguiente:

Akerman once said in an interview in Camera Obscura that Jeanne Dielman is a feminist film "because I give space to things which were never, almost never, shown in that way, like the daily gestures of a woman. They are the lowest in the hierarchy of film images. A kiss or a car crash comes higher, and I don't think that's accidental. It's because these are women's gestures that they count for so little."

Recién termino de ver las más de tres horas de duración de la película y creo que es apabullante. El modo de crear la ficción, la manera sistemática y trabajada con la que construye su estructura, en su uso del tiempo, el espacio y la planificación, en lo incisivo de su comentario dentro y fuera del lenguaje cinematográfico. Ha resultado causa de admiración, asombro, perplejidad y sorpresa, el modo en el que la película con una caligrafía impecable jugaba con las convenciones de lo que uno espera de un film experimental así como de uno comercial, logrando que lo que parece un exceso formalista acabe cobrando sentido a medida que la trama aparece ante los ojos del espectador. Los primeros cuarenta minutos son una filmación desapasionada, hecha de planos fijos, normalmente el cuerpo encuadrado en plano medio salvo cuando atraviesa un pasillo, registrando toda esa serie de gestos, actos y sonidos cotidianos en toda su crudeza, vacío y aburrimiento. Encender la luz, apagarla, encender una cerilla, acercarla a un fogón de la hornilla, ponerse el batín para cocinar, ir a otra habitación, recibir a un señor, recoger su abrigo y sombrero, ir a la habitación, salir de esta, entregar sus enseres al caballero, cobrar, retirar la toalla, abrir la ventana para que ventile la habitación, poner la toalla en el cesto, todo el proceso de frotarse en la ducha, vestirse, limpiar la bañera, volver, cambiarse, poner el mantel, recibir a su hijo, llenar los platos, servirlos, comer, limpiar las migajas, etc. Y maravillarse como toda esta minuciosidad en el registro, funciona después como en una obra de música minimalista, para producir inmensa desorientación, angustia y nerviosismo con el menor gesto. Además, la aridez de la mirada propuesta está en consonancia con el tema nunca se sitúa por encima del quehacer cotidiano, o el vacío si no hay nada que hacer, de muchas madres durante casi toda su vida, mostrando algo que nos resulta próximo y cercano (confieso haber llorado las lágrimas más amargas que recuerdo viendo como la protagonista simplemente rebozaba unos filetes (2), los dejaba en un plato, les colocaba un papel de plata encima y los guardaba para freírlos después).

Pero creo que resulta problemático usar esa cita o mencionar esa película para lo que yo tenía pensado contar, es como tratar de cazar moscas a cañonazos. Me interesa el proceso mediante el cual decidimos que mostramos o no cuando nos creamos una imagen idealizada de nosotros mismos, como ensalzamos determinados aspectos y otros los descartamos como no relevantes o que directamente inconvenientes para la llegada a buen puerto del proyecto. Y me interesa como eso se traslada a la música popular, ya sea mainstream, semi-conocida o underground. No resulta encontrar temáticas extremas en las letras de las canciones (y artwork), proclamas antisociales, radical politics, soflamas incendiarias contra la hipocresía de lo que oculta esta sociedad tras la puerta de su casa, pero ¿existe una traslación de esa temática a los sonidos? En la mayoría de las ocasiones, se usa la música como arma de confrontación, mediante el uso del volumen, la velocidad, la distorsión, el feedback o el puro ruido, pero no es un reflejo ni una reflexión sobre ello. Y no estoy en contra de la confrontación, que según el caso sera buena, necesaria o gratuita, pero no estoy buscando eso. O en el caso de la música más experimental, puede tender hacia la deriva, el ensimismamiento o la abstracción. Y podemos achacarlo al hecho de que el discurso musical, todavía basado en los principios del rock y la contracultura es muy, muy conservador (salvo artistas y colectivos puntuales y normalmente ya conocidos). Pero en parte también esta mistificación es la traslación de ese proceso de ocultamiento o exhibición de las características de uno, así que puede resultar interesante detenerse un momento para comentar algunos tópicos.

Desde hace décadas la publicidad nos enseña que el más preciado bien que debemos consumir es el de nuestras emociones, algo que debemos acumular y gestionar cada vez que consumamos un producto para saber que estamos vivos. Recuerdo varios anuncios recientes, en los que el producto se convierte en una obra de arte. Ambos son anuncios de automóviles. En uno, un pequeño conjunto instrumental interpreta una pieza de claras resonancias clásicas con unos instrumentos construidos con piezas del corazón de un coche, señalando la relación directa entre gran arte y la emoción como motor de este. En otro, un coro mixto interpreta bajo la batuta de un director una partitura expresionista que emula los sonidos que produce un coche durante la conducción, esto es, la interpretación de la emoción pura, del placer. Quizás esto sea un discurso que ha sido absorbido por el mundo de la publicidad y del consumo, pero el problema es que resulta ingenuo pensar que sabiendo esto se puede volver a un estadio edénico primitivo. Pero además resulta contradictorio en si mismo dicho discurso de la emoción con la supuesta inteligencia (emocional o no, claro) que dice representar. Corazón o cabeza, emotividad frente a frialdad, belleza frente a ruptura, la subjetividad por encima de cualquier tipo de registro analítico, etc. Hermoso mundo de dicotomías que no se sostienen por ningún lugar. El corazón que se acelera antes de que sepamos que emoción o peligro nos acecha, así que por tanto, la emoción sigue un camino diferente al entendimiento. Años de estudio, para averiguar que el cuerpo necesita producir sustancias, llámense adrenalina o neurotransmisores como la dopamina o la serotonina para producir esos cambios dentro del cuerpo o del equilibrio neuroquímico del cerebro, pero obviamente no se pueden comparar con ese razonamiento medieval. La emoción es como en esas pinturas religiosas donde un fuego sagrado se posa sobre la frente de los creyentes iluminados por el contacto directo, sin mediación humana, con lo divino. Claro que hay emociones, pero estas se producen como respuesta a algo. No se puede enamorar uno de nada, ni reírse o llorar sin motivo alguno, lo habrá pero será nimio. Nos emocionamos porque reconocemos algo que tiene un significado para nosotros aunque tardemos mucho tiempo en darnos cuenta de ello o nunca encontremos las palabras adecuadas. Pero el significado es un puro objeto de ideología.

En el mundo de la música occidental, la belleza y la emoción, ese jardín en el que nunca se deja de trabajar pero que nunca produce nada, se llama tonalidad. Nunca dejaremos de sorprendernos de cómo las costumbres que parecen atemporales, fuera de las condiciones de la historia y que vienen de tiempos remotos, surgen como respuesta a cambios sociales, económicos, políticos. El sistema de igual temperamento se introdujo en el siglo XIX para estandarizar los procesos de aprendizaje y de afinación además de cambiar de permitir la transposición de lo que se interpreta ya que las notas son iguales sólo que más altas o más bajas (algo que no es demasiado exacto en otros sistemas de afinación), pero con las décadas lo tomamos como algo natural. Aunque ninguna pieza estuviera compuesta con esos tonos con anterioridad a esa fecha. Pero es divertido pensar en Vivaldi y Bach tocando el mismo instrumento que nosotros, el piano (aunque tampoco existiera). Del mismo modo que esto se adopta cuando existe un mercado de público burgués que se reúne para interpretar al piano que han comprado para tocar las partituras que han comprado y mostrar el valor de las clases que tanto dinero les ha costado, la tonalidad es un sistema que surge como respuesta a unas condiciones históricas concretas. Aquí* dejo una cita al respecto. No deja de resultar curioso como los debates del arte culto se trasladan en sus argumentos al popular (en el caso de que existan ambos). El siglo XX fue muy convulso dentro de la música clásica por la aparición de la escuela de Viena, la a-tonalidad y el dodecafonismo. Ya saben que no soy ningún defensor del movimiento, pero hasta los mismos compositores, musicólogos, críticos y aficionados que apoyan un retorno a la tonalidad, lo hacen con un bagaje completamente distinto al que se tenía antes de este movimiento, del mismo modo que muchas ciencias sociales tras superar la “moda” estructuralista, no pueden volver a las estructuras anteriores sin planteárselas desde una perspectiva diferente. Pero en fin, que tocan feo porque no saben hacerlo bien.

El disco, si es que alguien se acuerda del disco tras descarrilar mi propia entrada, que me ha generado (o refrescado) esta serie de preguntas se llama “The Breadwinner” compuesto e interpretado por Graham Lambkin y Jason Lescalleet. Es un disco ensamblado tras varios días de encuentro y grabaciones de sonidos urbanos ambientales que, por sorpresa, en lugar de transmitir aridez trae consigo el reconocimiento de unas sensaciones concretas y cotidianas que pueden llegar a resultar inquietantes: tener un ataque de tos que te lleva darte cuenta de los límites de tu propio cuerpo, escuchar sonidos sin conocer las fuentes que los producen que provocan la ensoñación de querer interpretarlos o momentos en los que se hacen cosas de forma automática sin pensar. Ruidos de platos fregándose, cafeteras que bullen, ronquidos, voces distorsionadas, maderas que crujen, puertas, pasos, el viento pasando por la calle, etc. Todo ello sin convertirse en una grabación de campo inteligible como representación de un lugar real, una banda sonora para películas imaginarias o una suerte de monólogo interior sonoro donde la amalgama de sensaciones resultan en continuo bullir. Quizás esto último fuera más interesante, en su lugar nos encontramos con una yuxtaposición de sonidos que hemos aprendido a relacionar en nuestra vida cotidiana con una serie de momentos determinados y codificados, donde las composiciones fluyen y nos permiten ver reflejados esas pequeñas derivas, o aporías si están burros, que forman parte de nuestra vida interior.

*La siguiente y generosa cita no incluye las numerosas notas a pie de página que dirigen a otras fuentes bibliográficas, ni tampoco las cerca de cuarenta páginas que dedica a continuación a mostrar ejemplos musicales tomadas de obras musicales clásicas. Supongo que se le puede poner peros al texto (yo lo hago), pero:

The question I want to pursue in the course of this chapter is why the particular musical conventions that crystallized during this period appealed so much to musicians and audiences of the Enlightenment. What needs did they satisfy, what functions did they serve, what kinds of cultural word did they perform? I will concentrate especially on tonality, the convention that undergirds and guarantees all the others, discussing how it constructed musical analogs to such emergent ideals as rationality, individualism, progress, and centered subjectivity. Far from merely reflecting their times, these musical procedures participated actively in shaping habits of thought on which the modern era depended. They resemble strongly many of the other modes of discourse and representation that stabilized during the eighteenth century and that continues to influence us, even today.
(….)
As is the case with the blues, the general premises of eighteenth-century tonality are relatively easy to describe. The background of a tonal composition –itself the conventional linear descent of the sixteenth-century modal cadence– proceeds through a series of arrivals, beginning in the tonic key, moving through a few other keys, and returning finally home to the tonic. This background thereby traces a trajectory something like a quest narrative, with return to and affirmation of original identity guaranteed in advance. Whereas in the blues even narrative lyrics are rendered in strophes that minimize narrativity within the musical process, the linear unfolding of tonality almost always pursues a narrative-like series of dramatic events, regardless of the matter at hand. As anthropologists have pointed out, this kind of orientation with respect to time is so fundamental to those of us shaped by such forms that we tend to dismiss as primitive any cultural practices (whether blues or Philip Glass) based on other assumptions.

In any given tonal composition, a succession of hierarchically related harmonies animates the moment-to-moment activity, producing both coherence and a sense of spontaneity. As we saw in chapter I, these harmonies, based largely on the syntax associated with cadences, imply that closure is about to occur; they stimulate the expectation of or desire for that closure. Yet the composer need not –indeed, usually does not– deliver closure as soon as it is implied. Instead, various strategies (Schenker’s middle level operations) serve to postpone that expected arrival; these strategies, although they initially withhold certainty, eventually confirm the belief that rational effort results in the attaining of goals. The self-motivated delay of gratification, which was necessary for the social world coming into being in the eighteenth century, worked on the basis of such habits of thought, and tonality teaches listeners how to live within such a world: how to project forward in time, how to wait patiently but confidently for the pay-off.

Within the relatively self-contained system of the tonal composition, events appear to generate themselves, to perform according to an abstract logic of cause and effect. Both surface and background are intensely goal oriented; they are, in other words, dynamic, progressive, rational, and driven by mechanisms that arouse and eventually satisfy desire. All moments of the composition participate in a hierarchy that guarantees the pre-eminence of the tonic. Even the most remote departure can be related logically back to the central core; indeed the more remote the event, the more its eventual resolution confirms the power of the tonic’s governing intelligence. As critics as different as Robert Morgan and Jean-François Lyotard have argued, the gap between the spontaneous-seeming of events of the surface and the underlying structure produces the illusion of depth. Thus the relationships between outward appearance and an unwavering core of subjective interiority –relationships that also preoccupied philosophers and literary figures at the time– find lucid articulation in tonal music.

Again, I want to emphasize that this is not in some transhistorical sense “the way music is supposed to go,” though it is often understood this way in metaphysical interpretations of Western culture. The historicity of tonality is clear not only to those who identify with (say) Indian ragas or free jazz, but also to anyone who relishes the music of the sixteenth or seventeenth centuries and who regrets the discontinuation of a whole range of formal options in favour of this one package of conventions, which were designed to deliver a particular set of effects; those other options worked perfectly well as means of structuring time and subjectivity. But as cultural priorities came to focus almost obsessively on progress, rationality, intelligibility, quests after goals, and the illusion of self-contained autonomy, eighteenth-century musicians came to concentrate on this single basic procedure.

Once the listener has accepted the premises of tonality, any specific manifestation of it seems virtually natural –as though it operates without cultural intervention: tonality erases its ideology as it unfolds. A more perfect analog to emerging Enlightenment ideals –reason, purposeful advancement, the compatibility of social order and inner feelings, the possibility of self-generation– would be difficult to imagine. To the extent that we still embrace these ideals, the music of the eighteenth century can still appear to speak to us directly. We experience that world as unmediated reality when we listen; we forget that these patterns were historically produced.

The fact that eighteenth-century tonal compositions follow a more or less standard set of procedures does not suggest that they are all alike –or even that the tonal dimension of each piece always means or accomplishes the same thing. As was the case with the blues, many other musical elements enter the mix as well, and these particularize, inflect, and sometimes even destabilize what the tonal aspects of the piece would appear to suggest. Indeed, tonality always serves as part of the expressive apparatus, as well as provides the formal framework. Although its conventional aspects help it to communicate intelligibly without apparent intervention from outside the music itself, they are still living parts of the complex, always subject to negotiation.


Susan McClary “Conventional Wisdom” pags. 65-69

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