Recientemente falleció el compositor Henry Brant. A decir verdad, no lo conocía, pero me sorprendió el impacto que tuvo en sitios que consulto más o menos habitualmente. Así que decidí mirar en el libro de Kyle Gann sobre compositores norteamericanos del siglo XX, ese que parecía tan caro y que se rentabiliza tan pronto, y allí estaba.

El problema de Brant es que su música tendía naturalmente hacia una complejidad mayor, multiplicando las distintas líneas melódicas en contrapunto, los ritmos, los instrumentos, los estilos musicales dentro de la composición, etc. pero se encontraba que al hacer esto se superponían los sonidos y no podían escucharse todos sus matices. La solución la encontró estudiando una pieza de Charles Ives. Ya saben que Ives tuvo una revelación a principios del pasado siglo mientras veía el paso de bandas de música en su ciudad local y como las distintas canciones de las formaciones, colisionaban, convivían, se aproximaban o se alejaban, y que fue algo que exploró en su música llevando a composiciones con distintos grupos orquestales tocando dentro de la misma pieza. De este modo redistribuyendo el conjunto instrumental a lo largo del espacio donde actuaría, el oyente puede captar la música al estar envuelto por ella y no simplemente escuchando una fuente sonora proveniente de un simple lugar. A esto lo llamaron “spatial music” o “antiphonal music” (la definición del compositor).

Lo que me llamó particularmente la atención fue la necesidad de querer innovar y crear sonidos que nunca se habían escuchado. Cuando una pieza que se interpretaba en dos plazas y distintos balcones de una ciudad se fue al garete por la climatología y el ruido del tráfico en vez de desilusionarse, comenzó a pensar en cual sería la escala necesaria de volumen para sobreponerse a dicho inconveniente.


La pieza que descrita sobre el papel capturó mi imaginación era una, relativamente más modesta, Orbits, compuesta para ochenta trombones, órgano y soprano. Los trombones no son necesariamente los habituales e incluyen el soprano, alto y contrabajo, para alcanzar el mayor rango posible de notas. Si no recuerdo mal un piano tiene 88 notas, así que pueden imaginarse lo que debe ser un acorde de 80 notas, aunque el sonido no es el que se obtendría tocando ochenta notas en un piano, porque las notas están dividas en cuartos de tono. La música es bastante arisca y está muy centrada en explorar la espectacular sonoridad conseguida. Si se preguntan escuchándola donde está la voz, es un pitido que podrán escuchar en uno de las partes donde suena el órgano. En las notas del disco, aparte de mencionar el problema que fue conseguir a ochenta personas que tocaran el trombón, se le mencionaba la posibilidad que su música tendría de pasar al repertorio habitual de la orquesta algo que el dudaba sucediera y seguramente el estreno y la grabación sería la única manera de poder escucharlas. De hecho esa es la razón por la que no fuera tan conocido como otros de sus compañeros de generación como Lou Harrison, Conlon Nancarrow o Harry Partch.


Ya que admitimos cosas que no hemos escuchado, el nombre de John Luther Adams me resulta conocido, aunque sea por este libro. De hecho, leyendo me ha dado cuenta de que me confundía y en realidad pensaba que era William Duckworth, otro compositor contemporáneo. Eso sí, tras leer este tremendo artículo en el New Yorker, creo que voy a enmendar el error.

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