Como de costumbre por esta fecha, toca participar en una fiesta popular. En mi caso no es ni local, ni de barrio ni de anejos. Es un pueblecito, una iglesia y un núcleo formado por menos de veinte cortijos sin población fija, en mitad del campo, un campo que está en la montaña aunque desde la carretera de acceso al camino de tierra todavía se puede ver el mar. Las actividades siempre son más o menos las mismas, aunque el orden varía: compra de merchandising de la figura del santo del lugar, agrias discusiones familiares que estallan en nuestra plácida vuelta a las raíces (aunque ya digo, nadie de mi familia ha vivido allí), ver salir las procesiones, escuchar a los músicos de la banda que andaban desperdigados hablando de cualquier cosa tocar pasodobles o marchas, olor de morcillas y longaniza, moscas, moscardas y avispas, andar bajo el sol y entre el polvo hacia las tres, cuatro paradas de costumbre, ver a más o menos la misma gente de siempre pero más vieja, aquellos que eran niños, trayendo a su pareja e hijos, por lo que parece cada vez menos.
Uno de esos lugares siempre nos resulta fascinante. Un altar de menos de dos metros de altura, situado en ninguna parte, con tres cruces negras como única decoración religiosa y un pequeño poyete a media altura, donde hay situadas un montón de piedras. En teoría uno ha de arrojar tres piedras desde un lugar específico y cada una de ellas que se quede en dicho sitio hace que se cumpla un deseo. Vamos, nada pagano. Lo que sucede es que cada año parece que el método para cumplir esos deseos va cambiando un poco. Yo vengo desde hace unas décadas y mis padres vienen incluso de antes. Nosotros siempre lo hemos hecho igual: de frente, tiras las piedras, no se queda ninguna y de vez en cuando hablas con la gente que está esperando su turno (y que lanzan del mismo modo que tú). Pero desde hace unos años, eso está cambiando. En realidad hay que situarse de espalda y lanzar las piedras. El asunto es que cuando nos cruzamos con esta gente y nosotros lanzamos a nuestro modo, siempre nos comentan que no es así, que es demasiado fácil, que de toda la vida se han tirado así y de hecho, ya preferimos no cruzarnos con nadie. Hoy uno ha podido comprobar el origen de un nuevo eslabón en la evolución de esta tradición. Ya no se trata de arrojar las piedras de espalda, además uno ha de golpear en las cruces. Es algo que ha atrapado mi imaginación: si ese fuera el objeto de la tradición, las cruces mostrarían los signos de los golpes en forma de arañazos, desconchones, fisuras y grietas. En la práctica no quedaría nada de ellas. Los muros de mampostería que se cayeron hace años siguen caídos, el único presupuesto que existe es para garantizar unas cosas que subastar, pagar a los párrocos para que se acerquen a dar una misa, la limpieza y reparar las esculturas (obtenido de las donaciones de los creyentes ese mismo día). Pero de algún modo los objetos son eternos, no cambian ni se degradan, todo esto está fuera del tiempo, por siempre aquí.
Tradiciones
2010/08/07 | Publicado por anhh en 3:48 p. m.
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