Realmente no hemos escuchado gran cosa durante estos meses. Ahora mismo, seguramente este instante y no el siguiente, estoy dedicándole tiempo a escuchar discos de música “post-reduccionista post-Cage”. Tiempo material a la escucha pero también a tratar de aprender a escucharlos. De modo que no resulta de extrañar que trate de buscar algo más “ligero” entre escuchas. Un disco de este año por el cuál siento una cierta nostalgia por volver es “In Flawless” de MISSWONDA. Si necesitan de una definición de revista que resulte en tantas decepciones como las de verdad, sería algo así como “un soplo en el corazón de Sally Shapiro”.


Una reflexión que va emergiendo con el tiempo, es como mis hábitos de escucha parecen repetirse en lo que buscan pese a mis “rupturas” estéticas con el pasado. Por ejemplo, ahora dedicamos bastante tiempo a idols japonesas de todo tipo, una década atrás a grupúsculos indies de todo tipo de pelaje. Es un tanto ridículo establecer paralelismos, seguramente la música indie se ha movido y ya hablo de algo que no existe y tampoco creo conocer tanto sobre música idol, pero hay una cierta tendencia a convertir la sensación de compañía que puede generar una canción o un disco en un estado permanente. Si uno pretendía mantener una postura estética frente al mundo, validando una serie de creencias y valores alternativos mediante la potenciación de una serie de rasgos sonoros, visuales, líricos, ahora se encuentra eso no en uno mismo, sino en aquello que se escucha, donde uno se proyecta, parece querer perderse y siente necesidad de proteger en su fragilidad.


Aunque esa reflexión emerja no deja de resultar un tanto estrafalaria en sus términos. Por ejemplo, dos muestras en las que parecen querer coincidir esos dos mundos sonoros. En la primera el productor tofubeats remezcla a Momoiro Clover. El candor del “amor puro” de aquellas pretende ser salvado mediante un tratamiento sonoro que eviscera todo aquello que cree convencional, estático, conservador. La pista vocal se respeta, pero se añaden variaciones donde las voces se acumulan y rompen, mientras otros elementos presentes en el original se desnudan de connotaciones y se visten con otras, y pretenden significar aquello que no veíamos en el texto original pero sabíamos que estaba. La tracción de la percusión, la necesidad de un seguir hacia delante, la prolongación de los acordes en el sintetizador para enunciar una musicalidad, un núcleo de humanidad sobre el que se asientan todos los demás elementos de la mezcla, la necesidad de transformar aquello que uno se encuentra desgastado por la rutina y las condiciones de entorno, haciendo explotar en mundos vibrantes por explorar que se nos presentan con la única finalidad de provocar la admiración por aquel que ha obrado ese cambio en el mundo.


En la segunda el movimiento es el contrario. Es una versión 8bits del tema que cierra “Spiderland” de Slint. A decir verdad, la relación con lo que hablamos es bastante tenue. El sonido 8bits lo podríamos relacionar sin demasiados problemas con el sonido pico pico del tecnopop japonés con su gusto por los sonidos heredados del mundo de los videojuegos, y seguramente podríamos buscar hasta encontrar algunas idols japonesas que se ajustaran a esto (no se, las primeras Perfume). Pero en realidad la conexión no viene por ahí, sino por los hábitos de consumo. Si imaginamos cómo fueron nuestros primeros encuentros con los videojuegos, tal vez, dependiendo de las circunstancias, se encuentren con la memoria de la intensidad del momento y su evanescencia, la fragilidad en la que ese mundo de relaciones extrañadas y leyes suspendidas en el que estábamos absorbidos se quebraba (final de partida, interferencias, compromisos en el mundo real, etc.). En fin, si de lo que se trata es de aquello que “una vez indie, indie para siempre”, la evisceración que provocaríamos en el original sería en aquello que resulta estático en aquella tendencia, aquello que permanece como invariable, y por tanto se ha de conservar, aquello que se convierte en una convención por su práctica: es decir la sensibilidad que anima todo nuestro ejercicio sobre la realidad circundante. Y lo hacemos mostrando como nuestras soluciones son poco más que fetiches que dicen representarnos (¿hay algo que obedezca más al orden dominante que ese liberalismo de andar por casa que ejercemos en nuestro consumo?), que se pretenden indagaciones pero se convierten en querencias, que pretenden multiplicar nuestro acceso al mundo y se convierten en retóricas de discurso, bastiones habermasianos que defender, de un mundo de vulgaridad y violencia que parece querer erradicarlos, con punzantes invectivas que acanalen y desangren a nuestros enemigos. Es decir, lo que hace todo el mundo en televisión, justificando la productividad hablando sobre “valores”, “verdades”, “bellezas”, “utopías”. Y, a pesar de todo esto, el disco que suena mientras escribo esto funciona. Y entonces ya no se si esto es algo que forma parte de mi o simplemente bucles de funcionamiento de los cuales no parezco o puedo escapar. Pretendiendo que cambio el mundo cuando soy incapaz de cambiarme a mi mismo, proyectando el cambio interior que cambiará el exterior o estableciendo las condiciones materiales que provoquen el salto hacia delante en nuestro mundo de afectos y relaciones interpersonales. No es que esto sea malo, subrayamos la primera palabra de la última frase: pretendiendo. Y como el disco que comenzará de nuevo a sonar cuando la lista de reproducción llegue a su final, volveremos donde comenzamos.

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